Se acercó por detrás y me dijo que no lo hiciera, que era un ser
vivo como yo y que pensara en cómo me sentiría si me hicieran lo mismo.
Solté la rama como si me quemara.
Yo simplemente limaba con ella el tronco de un árbol y me divertía ver cómo asomaba el interior de la corteza, de un color verde muy intenso, casi luminoso. En realidad, se escondía un gusto demoníaco que a mis ocho años no podía contener ni entender.
Al llegar a casa, le pregunté a mi madre si los árboles sentían. Dudó y me dijo que creía que no, pero que no estaba bien rasparlos, que aunque cicatrizaban, lo idóneo era verlos en su estado natural. ¿Cicatrizar?, la duda no se aclaró al hojear el libro de ciencias naturales de mi hermano Fonso y con ella viví hasta la llegada al Instituto. Finalmente, se esclareció y pude descansar: los árboles no sentían, aunque lo sentíamos, y mucho, si no estaban entre nosotros.
Edpukzn, 26 septiembre 2024
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