No conocía la ola más grande del mundo surfeada, de hecho nunca había estado en Nazaré, lo cual supuso visita obligada en mi camino hacia el Sur. Cogí el funicular con la ansiedad de un adolescente hacia el barrio Alto, dispuesto a contemplar una localización que tantas veces había visto a través de las pantallas. El controlador me instó a cubrirme con la toalla mis partes nobles, por lo pequeño de mi bañador, lo cual me tuvo pensando en el trayecto hacia arriba, acerca de lo conservadores que pueden ser los portugueses en relación a nosotros. De hecho, no había visto en esos días a casi nadie haciendo topless por las playas ni otras conductas que se pueden ver en el Mediterráneo.
Me sorprendió en pleno verano el reguero de personas -no relacionadas con el surf- atraídas por esta gigante ola invernal, lo cual había derivado en un reclamo turístico del nivel de la Torre de Belém o más allá. De camino al faro, contemplé la praia Norte, casi solitaria, venteaba con fuerza, imponente, no sólo por las olas y el viento, sino por el halo de misterio que guarda el horizonte de estas playas y con las que estaba tan familiarizado en el Cantábrico. La praia Sur, de donde venía, contrastaba enormemente por la calma del oleaje y la cantidad de bañistas que vistos desde el cabo, se veían como hormigas esquivas del gélido Atlántico. Torné mi toalla a la cintura cual pollera panameña de vuelta hacia el funicular, dispuesto a mostrársela al joven controlador, que no pude ver por salir forzosamente por el otro lado. Salí con ganas de aquel enjambre de Nazaré rumbo hacia la agreste y deshabitada Salgado. Sin olas gigantes ni surfistas, había merecido la pena asomarse a este colosal balcón atlántico.
Edpukazn, a 31 de julio de 2024.