El alboroto iba in crescendo en los momentos previos a la clase. El profesor Óscar Pacheco hizo entrada y allí mismo encontró la apoteosis en forma de bolas de papel danzantes de un lado a otro de la clase y avionetas perfectamente elaboradas que se estrellaban directamente en la pizarra; otras planeaban suavemente en círculo pareciendo ir a cámara lenta. La magia estaba servida.
Óscar sonrió, se llevó la mano al corazón e hizo una pequeña reverencia en señal de agradecimiento. Con paciencia inusitada, trató en vano de silenciarles. Sólo el tiempo conseguía ese propósito. Cada flujo de frases era respondida con frenesí por sus alumnos, llegando a aplausos compulsivos y hasta silbidos, lo que le hacía retrasarse siempre los contenidos. Unamuniano, compasivo, bondadoso, risueño, monologuista... Les administraba esas píldoras de excentricidad rayano en delirios que a los muchachos les hacía enloquecer. Se sentían comprendidos.
Aquella fría mañana de diciembre, se conmemoraba el doscientos aniversario del fallecimiento del compositor W. A. Mozart. Les hizo escribir en una página en blanco y letras capitales: M O Z A R T, para después hacerla añicos y tirarlos a una papelera que el mismo profesor portaba del brazo. Toda una lección de impermanencia y desapego. Previamente, hizo sonar en el hilo musical el Réquiem de Mozart, en la secuencia de Lacrimosa, y en augusto semblante, caminó por los pasillos recogiendo los trozos de papel, como en una solemne procesión.
Al fin lograba ese silencio, incluso más allá.
Edpukzan, 16 octubre de 2024.