Como de costumbre, Sócrates hizo acto de presencia en último lugar, esta vez en compañía de Aristodemo, un joven con el cual se encontró de camino, quien tomaría buena nota de lo que se habló en aquella cena en casa de Agatón. Este celebraba el primer premio en el festival de tragedias, pero Sócrates, antes de entrar, paró en la puerta del vecino y cuando entró, ya estaban todos comiendo. El anfitrión le pidió que se reclinara junto a él para que derramara la sabiduría que intuía que le había llegado cuando le vio parar y a sabiendas de que era la mente más brillante de Atenas, conocida por el cuidado de las almas. El médico Erixímaco propuso que cada persona pronunciase el mejor discurso que pudiera en honor a Eros, el dios del amor.
Tras las magníficas exposiciones de los cinco comensales, Sócrates tomó la palabra y relató con humildad que lo que sabía, se lo debía a la conversación que tuvo con la sacerdotisa Diotima. Expuso que Eros contrariamente, no representaba el ideal de belleza, ni de fealdad, ni siquiera de la sabiduría, pues se admite la falta de ambas cosas y por eso busca, pero, ¿qué busca?... Engendrar luz en lo bello, para ser por siempre, eternamente. Para ello, le explicó Diotima acerca del impulso en la reproducción, con la que pretendemos perpetuarnos en la descendencia. Según ella, todos los mortales desean reproducirse en lo bello, sin embargo, los seres humanos son los únicos que pueden quedarse embarazados con la mente bella, dando a luz sabiduría y haciendo nacer virtudes, es pues, la idea de la belleza la que les asciende a lo absoluto, lo inmortal, lo inmutable... Y ser así, amados por los dioses.
Relato relacionado con El Banquete de Platón.
Edpukzan, a 28 de enero de 2025.
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